Érase
una vez una hermosa granja, situada en un paraje encantador. Estaba
rodeada de verdes montañas y surcaba sus tierras un cantarín arroyo. Los
dueños de la granja, Perico y Filomena amaban su trabajo y esto se
reflejaba en lo cuidada y hermosa que aparecía su propiedad. Todos sus
vecinos envidiaban su esplendor, y en privado rechinaban los dientes, ya
que ellos eran incapaces de conseguir los mismos resultados.
Perico
adoraba a sus gallinas, especialmente a su hermosa gallina ponedora, a
la que llamaba Manuela. Con ella tenia una relación especial y el buen
hombre, estaba seguro que se comunicaba con ella como si de una persona
se tratara.
Manuela
era cortejada por un hermoso gallo llamado Rufo. Ella le ponía los
ojitos tiernos, cosa que agradaba a Perico pues estaba deseando que
hubiera polluelos esa temporada, que alegraran la granja.
Su esposa Filomena detestaba a las aves y amaba tiernamente a su gato Pancho.
El
matrimonio mantenía alguna que otra discusión por esta desavenencia.
Perico aborrecía al negro y astuto minino, que su esposa tanto amaba.
No obstante habían llegado a un amistoso acuerdo. Perico se dedicaba a sus aves y Manuela a su gato.
Este
acuerdo había sido posible después de muchas trifulcas entre ambos. El
granjero había colocado un enorme cartel a la entrada de la granja que decía así.
En la Granja de Perico no entra pelo, solo picos
Filomena,
y los animales de pelo de la granja hicieron un frente común en contra
de Perico, que al final y para evitar conflictos, retiró el cartel.
La
misma inquina que sentía el granjero por Pancho le dedicaba el minino.
En cuanto podía le ensuciaba sus pertenencias y le hacía todas las
trastadas y maldades que a su perversa mente se le ocurrían.
El malvado gato hacia extensible su odio hacia la hermosa pareja formada por Manuela y Rufo.
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